14.2.13


Instinto escultural

Tengo entreambas manos ambos ojos
Y solamente lo que toco veo[1].

Sor Juana Inés de la Cruz


En 1936, Oscar Hagen publicaba en la Universidad de Wisconsin la obra Patterns and principles of Spanish Art, en la cual promulgó una serie de constantes idiosincráticas del arte español. De aquéllas que recogió Lafuente Ferrari, nos interesan ahora especialmente dos de ellas: el llamado “instinto escultural”, esa tendencia española hacia lo táctil, y la plamarity, es decir, el desarrollo de fondos planos, sobrios, oscuros, que dan bulto a la forma y permiten concentrarse sosegadamente en la figura representada[2]. Maravall volverá sobre esta idea cuando nos hable de esa “imagen sensible” característica del mundo barroco[3].

Pues bien, algo que le había pasado inadvertido a Omar Calabrese en 1987 fue que, aunque de manera aislada y bajo reductos culturales un tanto extravagantes, antes de la era neobarroca que él proclamó ya se habían producido flashbacks estéticos al siglo XVII español.

Una magnífica prueba de ello la encontramos en la película de José Val del Omar, Fuego en Castilla. Tactilvisión del páramo del espanto, que no sólo encarna los valores místicos atesorados en obras contemporáneas como la del falangista Antonio Almagro[4], sino que capta perfectamente la esencia táctil y cinematográfica de las procesiones de Semana Santa en Valladolid, y nos lo demuestra a través de juegos de luz en esos “religiosos incendios” [5]. No en vano ya había dicho el anarquista Felipe Alaiz que “entre todos los estilos artísticos, el barroco es el que mejor arde”[6].  



José Val del Omar: Collage sin título (material gráfico de Fuego en Castilla), ca. 1977-1982


Val del Omar participó en una ingente cantidad de proyectos culturales, tanto en los años de la República como durante el régimen franquista. De hecho, se ha especulado bastante con el hecho de que fuese él quien acompañase a Renau a Toledo para rescatar las obras del Greco, hecho que pudo influir en la esencia argumental del film. Tampoco Castilla es una novedad en los tópicos hispanos que estamos evaluando: de Cervantes a Pedro Almodóvar (Volver, 2006), son muchos las postales, satirizadas o no, que se han hecho de la región manchega. 






Víctor Erice: Fotograma de El espíritu de la colmena (1973). Una de tantas crónicas manchegas que ponen énfasis en el lirismo de la región. 


Ponerse en situación
                                
                                      El ambiente místico que de alguna manera provoca Val del Omar en sus proyecciones puede asimilarse fácilmente a los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, quien promovía una serie de asociaciones sensoriales para imaginar el paisaje místico y comunicarse mejor con Dios. En el siglo XVII, por tanto, la imaginación y, sobre todo, la recreación sensible, juegan un papel de gran importancia en el ejercicio de la fe[7].

                                      Así pues, a pesar de la idea tradicionalmente aceptada de que la pintura española no otorga importancia al paisaje, queda, cuanto menos, puesta en duda por los credos jesuitas. Asimismo, Gállego nos habló en sus símbolos del paisaje entendido como objeto, como escenario de wildereness, ya sea para practicar esa ascesis individual o como metáfora de dominación en los retratos cinegéticos reales[8], contemporáneamente satirizados por Julio Falagán. 


 Diego Velázquez: San Antonio Abad y San Pablo, 1634


Julio Falagán: Entreteneos con algo, 2009

              

Adiestrar retina y mano


               El fenómeno del bodegón nos introduce nuevamente en la paradoja la tactilvisión, y en este sentido no deja de ser paradójico que Bernardino de la Pantorba calificase los bodegones de Zurbarán como útiles ejercicios que sirvieron al pintor para “adiestrar retina y mano”[9]


Francisco de Zurbarán: Naturaleza muerta con jarra y tazas, 1630-1635

                      
                           El bodegón español constituye uno de los géneros más susceptible de atraer tópicos historiográficos (“the uniqueness of the Spanish approach to still life”[10]). Miguel Morán nos habla de su temprana aceptación en el gusto de la época y de la modernidad que esto implica, a pesar de que, como bien se ha visto más arriba, este tipo de representaciones no sólo incluirán estudios de gran sofisticación, sino que generarán en torno a ellas una tipología popular más cercana a lo que hoy denominamos kitsch[11].

                        
                      Gaya Nuño reivindicó la terminología inglesa y alemana (still life/stilleben) como calificativo más acorde con la verdadera esencia del género, así como el componente lírico del mismo, que no necesariamente ha de estar ligado a la reflexión ontológica de la vanitas. La diáspora contemporánea del bodegón “español” se ha diversificado en aspectos múltiples. Antonio López retoma esa necesidad de venerar el alimento en sí mismo, mientras que el pintor Jorge Diezma se recrea- como ya lo habíamos visto en el caso de Andrés Serrano- en la retórica barroca como patrón estético. Sin duda, Val del Omar entendió perfectamente el juego de calidades de Zurbarán del que hablábamos más arriba.


Antonio López: Nevera nueva, ca. 1990-1994




Jorge Diezma: Estudio para bodegón, 2009.



 Jorge Diezma: Bodegón holandés, 2009


José Val del Omar: Variaciones sobre una granada (diakinas), sin fecha


Otras sinestesia

La noción que se tiene en el barroco de la visión es contradictoria
por definición. Por un lado, se asume la superioridad de la vista respecto a los cuatro sentidos restantes, mientras que, por el otro,  la fiabilidad de la experiencia visual es puesta constantemente en tela de juicio. Este escepticismo hacia la experiencia sensorial, tan fomentada por otra parte, deriva de la filosofía de Descartes, muy presente en la época. En este sentido, Moshe Barasch afirma que Ribera neutraliza a unos ciegos que le sirven de pretexto para ilustrar el tacto, pues los representa como personajes humildes, frente a la tradición iconográfica convencional del ciego heroico (adivino, poeta) o el ciego culpable (hereje, Edipo).[12]





[1] Citada en GARCÍA ROMERO, Pedro, “Algunas notas para la lectura de Fuego en Castilla de Val del Omar”, en : desbordamiento de Val del Omar, Centro José Guerrero (Granada)-MNCARS, 2010-2011, p. 150.
[2] LAFUENTE FERRARI, E., op. cit., pp. 32-36.
[3] MARAVALL, J. A., op. cit., p. 501. 
[4] ALMAGRO, Antonio, Constantes de lo español en la historia y en el arte, Madrid, Imprenta Huertas, 1955. 
[5] PAZ, O., op. cit., p. 283.
[6] GARCÍA ROMERO, P., op. cit., pp. 124-151.
[7] “En sentido místico, la experiencia visionaria no es necesariamente una experiencia óptica, pese a ser una experiencia de la imagen”, STOICHITA, Victor I., El ojo místico. Pintura y visión religiosa en el Siglo de Oro español, Madrid, Alianza Forma, 1996, p. 11.
[8] GÁLLEGO, J., op. cit., pp. 283-295. 
[9] PANTORBA, Bernardino de, Francisco de Zurbarán, Barcelona, 1946, p. 6. 
[10] COFFEY, Katherine (dir.), The Golden Age os Spanish still-life painting. Late 16th through early 19th centuries, New Jersey, Newark Museum, December 1964-January 1965.
[11] MORÁN TURINA, M., op. cit, p. 129. 
[12] BARASCH, Moshe, La ceguera. Historia de una imagen mental, Madrid, Ensayos de Arte Cátedra, 2003, p. 191.






2.2.13




Los orígenes providenciales de la escuela española

Los españoles hemos vivido demasiado tiempo de tópicos propios o ajenos y estamos sedientos de claridad sobre nosotros mismos y sobre la realidad de nuestro propio país[1].

Enrique Lafuente Ferrari

En palabras de Ceán Bermúdez, José de Ribera fue “adicto a la realidad” como ningún otro de los ilustres profesores[2]. Eludiendo el componente hiperbólico de esta afirmación, lo cierto es que los lienzos del Spagnoletto se ajustan bastante a ese lugar común que se ha venido a llamar escuela española del siglo XVII y que se presenta a sí misma como tal: con un monumental Ixión sufriendo su cruento castigo en el rellano de acceso a la primera planta del Museo Nacional del Prado, preparando las retinas foráneas para el eminente desfile de “aquel arte que nos representa penitentes, viejos y arrugados; que atormenta la agitación más alta: al lado de graciosas figuras de mujer en actitud de adoración ferviente, ciegos canturreando y borrachos alborotadores; al lado de delicados príncipes y princesas que parecen casi irreales, santos para quienes horribles martirios parecen ser el goce más puro; grandes y cortesanos llenos de esnobismo y frialdad; hilanderas ante el telar zumbante y chicuelos pícaros jugando al lado de estiradas damas de la corte, de monjes orantes y arrobados y enfáticos caballeros; en suma, toda la España de aquella época”[3].

Como vemos, y a pesar de las nuevas claves de lectura arrojadas por la reciente historiografía, los tópicos, peor aún, los tópicos tácitamente consentidos, como ese Ixión dándole una abierta bienvenida al turista o todo un conjunto de exposiciones como Esplendores de Espanha[4]: de El Greco a Velázquez, nos hacen tomar conciencia de que aquél cliché, comulgado por Mayer y tantos otros autores del pasado siglo, finalmente se ha incorporado al ideario de nuestra pintura del Siglo de Oro como un elemento más de sus caracteres intrínsecos.



Portada de un díptico francés para promocionar el Museo del Prado, 1963

Componiendo una suerte de reflexión miscelánea en varios episodios, decidimos usar estas ideas preconcebidas en nuestro propio beneficio, como guía de lectura y viaje a través de la plástica “realista” del siglo XVII español y de toda una serie de réplicas de artistas contemporáneos que reconstruyeron este ideario tomando como modelo las fórmulas literarias alimentadas por la historiografía. 

Intenciones declaradas, empecemos por el principio. La primera cuestión lógica que debe formularse es: ¿Qué es el realismo? ¿Son el realismo y el naturalismo el mismo fenómeno artístico? Una respuesta bastante satisfactoria la encontraremos en la obra de Post, a quien Lafuente Ferrari cita en su recorrido por los historiadores que han tratado la escuela española. Para Post, la distinción es clara: el naturalismo afecta exclusivamente al tema, mientras que el realismo se manifiesta en la ejecución de la pintura. Siguiendo este razonamiento, Post establece que la pintura española tendría una tendencia natural hacia lo prosaico, esto es, hacia la temática de carácter naturalista. Sin embargo, naturalismo y realismo no siempre se manifiestan mediante un acuerdo sincrónico, y en ese sentido es fácil remitir al caso específico de Francisco de Goya[5].

Otro conflicto ineludible al tratar la pintura realista es la disyuntiva entre significado y significante o, lo que es lo mismo, la eterna reivindicativa de aquellos valores semánticos integrados en la aparente copia del natural.  Como bien postuló Goethe, “basta que el artista seleccione un asunto para que éste deje de pertenecer a la naturaleza”[6]. Calderón, por su parte, se refería a la pintura como si de una “retórica muda” se tratase, y no en vano diversos estudios contemporáneos demuestran que la realidad de estos cuadros escondía unos enunciados de difícil descodificación[7]. Octavio Paz, en su profundo análisis del entorno de Sor Juana Inés de la Cruz, nos habla ya de ese “mundo como jeroglífico”[8], acertada metáfora para el caso que nos ocupa.

El otro eje natural en el debate de la escuela española lo constituyen,  como es lógico, las diversas teorías sobre los inicios cronológicos del realismo, así como su lugar de gestación, con todos los componentes de índole nacionalista que ello comporta. Primeras aseveraciones como la de Pedro de Madrazo situaban el alfa y omega de este proceso entre “el gran émulo de Caravaggio”, Jusepe de Ribera, y la excelsitud máxima encarnada en Diego Velázquez[9].  

Lafuente Ferrari ofrecerá una versión más dilatada y contrastada del problema, evaluando ciertos precedentes y aludiendo reiteradamente a una potencia de carácter determinista que en sus textos aparece traducida como “genio nacional”[10]. Para el autor, las manifestaciones artísticas, y en concreto la pintura del siglo XVII español, constituyen el resultado de la confluencia de un componente nacional, permanente y vertical, con aquel otro factor de índole temporal, variable y, por tanto,  horizontal. Así pues, la esencia española se manifestaría en el barroco a través de una “estética de la salvación del individuo”, basada en una suerte de democracia transcendental que daría prioridad a la existencia frente a la perfección, con una fuerte conciencia de la humanidad más que del humanismo, entendido este último como producto cultural del Renacimiento.

Según la tesis de Ferrari, el realismo comenzaría a brotar sutilmente en los últimos años del siglo XVI con algunos ejemplos en la obra de Pantoja, o en el tímido naturalismo de Pacheco y Carducho, cuyas teorías, por otra parte, seguían enarbolando preceptos que conjugaban estrechamente con una corriente más idealista[11]. A pesar de reconocer la importancia de Caravaggio, el autor otorga la absoluta paternidad del realismo español a circunstancias autóctonas, y asegura que España estaba ya en la vanguardia de este tipo de soluciones estéticas desde que en el siglo XVI revolucionase la escultura policromada. Así pues, entre Ribalta y Caravaggio se habría producido una endogénesis aleatoria, entronizando al primero como el “patriarca verdadero de nuestra escuela nacional”. Ribera, al que ya Cruzada Villaamil había catalogado sin miramientos en la escuela regional valenciana[12], pertenecería a lo que él denomina “grupo de transición”, pues su tenebrismo funciona sólo en calidad de adjetivo y durante una etapa concreta de su trayectoria pictórica. La diáspora se extenderá seguidamente a focos locales como Valencia, Sevilla (Roelas, Pacheco) o Madrid (Cajés), con el caso aislado de Luis Tristán, posible discípulo del Greco, en Toledo. En último lugar, Zurbarán y Velázquez se consagrarían como máximos representantes de la escuela, que inicia el fin de su vida natural en la terna descendente de  Cano, Murillo y Valdés.

Con respecto al árbol genealógico establecido por Ferrari, existirán algunas variaciones como la del Marqués de Lozoya, para quien fue el Greco el primero en conquistar el realismo barroco para la pintura española, abducido, en palabras del Marqués, por el irresistible poder que sobre él ejerció el ambiente castellano.[13]

Pero este origen providencial del realismo español, que estaba llamado a iluminar a los pintores del siglo XVII, no sólo era proclamado por historiadores españoles, sino que varios hispanistas extranjeros, como Mayer o Justi, suscribían plenamente la idea[14].

Una de las primeras teorías en defender el componente europeo de la nueva configuración estética sería José Ortega y Gasset, quien aseguró que el realismo hubo de penetrar en España gracias a la influencia ejercida por Caravaggio en Ribalta y, más tajantemente, afirmó que “la pintura española es la modulación producida en España y por los españoles de una realidad mucho más amplia y autárquica que es la pintura italiana”[15]. Este posicionamiento frente al debate no hubo de tener mucha repercusión, por lo menos en lo que respecta a la crítica nacional, cuando Juan Antonio Gaya afirmaba en 1946 que “el siglo XVII es el gran momento de la pintura española, la era en que es dable al sentir nacional discrepar de los modelos europeos, libertarse de escuelas extrañas y emprender un camino propio y castizo”[16].

En la actualidad, y dejando muchas otras aportaciones en el camino, parece que se ha admitido la eminente influencia de la estética caravaggiesca[17], aunque la vigencia de ese acuerdo fraternal que parecen haber sellado los especialistas patrios todavía se manifiesta en ejemplos como ese “inconsciente nacional” del que nos habla Rodríguez de la Flor[18] o el deliberado tenebrismo del discurso expositivo de Xabier Bray en el Museo Nacional de Escultura[19].


La era neobarroca

A finales de los años 80, el italiano Omar Calabrese se dio cuenta de un fenómeno peculiar. Examinando una serie de emergentes valores culturales, sociológicos y, especialmente, psicológicos, Calabrese advirtió la presencia tangible de ciertas reverberaciones históricas de carácter barroco que afectaban al modo de concebir el mundo, la fe, las relaciones humanas y, en definitiva, al arte a través del cual estos elementos se manifestaban[20]. El fenómeno despertó  especial furor en los Estados Unidos y de ello se hicieron eco varias exposiciones, destacando aquella comisariada por Lisa G. Corrin junto a  Joaneath Spicer, Going for Baroque: 18 Contemporary Artists Fascinated with the Baroque and Rococo, celebrada en el MD de Baltimore en 1995.

         Parecía que los artistas de nuevo cuño se sentían repentinamente atraídos por aquella “España alucinante y alucinada de tiempos de Velázquez” de la que hablaba Ortega o, mejor dicho, por el modelo artístico que histórica e historiográficamente se había asociado al siglo XVII español. Esa especie de fórmula magistral se adoptó entonces como una franquicia heredada, pasando el tópico hispánico de ser medio a constituir un fin en sí mismo. 

Esta aproximación histórica deliberada se aprecia en los tableaux del newyorquino Andrés Serrano. El fotógrafo, de origen puertorriqueño, confiesa que él mismo se siente parte de la tradición del arte religioso y que entrar en su apartamento es como penetrar una iglesia barroca[21]. Es obvio que Serrano, mediante técnicas contemporáneas como la fotografía, ha querido recrear en sus retratos de monjes, por poner un ejemplo concreto de su obra, algún San Francisco de Zurbarán o de Pedro de Mena, como también es obvio que la forma de hablar de su residencia y de su estilo de vida forma parte de esa iconografía impostada inherente al gusto vintage por lo barroco.



Francisco de Zurbarán: San Francisco de Asís según la visión del papa Nicolás V, 1640.



Andrés Serrano: The Church (Frari Paolo, Venice), 1991.


Y sin embargo, detrás de todo este supuesto esnobismo, la fuerza de las fotografías de Andrés Serrano no sólo radica en la filiación que mantiene con el barroco como fenómeno histórico y concluso, al cual imita- percepción del cuerpo, de los materiales, profundidad escultural, iluminación, puesta en escena dramatizada-, sino en esa reflexión enfocada, monumentalizada, sobre temas actuales como el SIDA, equivalentes contemporáneos a la relación que el hombre del siglo XVII pudo tener con la enfermedad y la muerte[22].


Cultura barroca, cultura urbana, cultura kitsch

Maravall definió el barroco como una cultura dirigida, masiva, urbana y conservadora, en la que un nuevo tipo de sociedad demandaba grandes cantidades de cultura, provocando así el nacimiento del fenómeno kitsch, entendido éste como sucedáneo de la misma:

“Ante esta situación se hacía necesaria una cultura que reemplazara a la anterior, derivada como un subproducto de la superior cultura: el kitsch. Éste no puede tomarse como una divulgación de reducidas porciones del saber de los cultos, de pequeñas dosis de cultura elevada que se transmite más o menos groseramente a otras capas. No: se trató, ya entonces, de fabricar una cultura vulgar para las masas ciudadanas, probablemente –esto se podría hoy estudiar con computadores-según un nivel dado que correspondería al de clases medias, las cuales eran las que sabían leer y practicaban esta actividad cultural más asiduamente, porque en su tipo de vida había un margen de ocio suficiente para dedicarse a la lectura y otras actividades de tal tipo. Aunque, en la novela y en el teatro- y si atendemos a sus elementos iconográficos, también en la pintura-, aparezcan cultismos que pueden corresponder a una formación superior, en general son productos que equivaldrían a lo que algún sociólogo ha llamado el midcult […] ¿Contribuirá esto a aclarar, sobre una base de explicación histórico-social, por qué al estudiar el Barroco hemos de estudiar o por lo menos de contar con la presencia del mal gusto, de lo feo, de la obra de bajo estilo? […] Con el Barroco, por una serie de razones sociales surge el kitsch, y entonces hasta la obra de calidad superior ha de hacerse en conciencia y competencia con obras de estos otros niveles, en definitiva, de cultura para el vulgo”[23].

Sirva lo anterior para explicar la común asociación entre lo barroco, lo cutre y lo kitsch, dado que algunos de estos artistas contemporáneos que se citan no siempre pretenden emular el estrato más elevado de la pintura española del siglo XVII, aunque haya que admitir aquellos cuadros comprados a pares en los puestos de la Calle Mayor como parte de esa arqueología del mirar que han estudiado Javier Portús y Miguel Morán[24].



Ana Amigo Requejo es licenciada en Historia del Arte por la Universidad Complutense de Madrid, posee un Máster en Estudios Avanzados en Historia del Arte Español por la misma universidad y es especialista en Arquitectura Colonial del siglo XIX en América. Esta es la primera parte de una serie con la que comienza su colaboración. En Mineartpolis estamos encantados de tenerla por aquí.   








[1] LAFUENTE FERRARI, Enrique, Historia de la pintura española, Madrid, Biblioteca Básica Salvat- RTVE, 1971, p. 8.
[2] CEÁN BERMÚDEZ, Juan Agustín, Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España, pról. Miguel Morán Turina, Madrid, Akal-Istmo, 2001, p. 189.
[3] MAYER, August L., Historia de la pintura española, Madrid, Espasa Calpe, 1942 (segunda ed.), p. 279.
[4] MARTÍNEZ SHAW, Carlos y ALFONSO MOLA, Marina, Esplendores de Espanha: de El Greco a Velázquez, Río de Janeiro, Museo Nacional de Bellas Artes, 2000.
[5] LAFUENTE FERRARI, E., op. cit., p. 29.
[6] Citado en LAFUENTE FERRARI, E., “¿Qué es la pintura”, en De Trajano a Picasso. Ensayos, Barcelona, Editorial Noguer, 1962, pp.12-13.
[7] GÁLLEGO, Julián, Visión y símbolos en la pintura española del Siglo de Oro, Madrid, Aguilar, 1972; “Si bien es cierto que la cantidad de información gráfica de la que dispone el hombre contemporáneo es abrumadora, también es verdad que respecto a épocas pasadas se ha producido una sensible disminución de la densidad de significaciones de las imágenes”, en PORTÚS PÉREZ, Javier, Pintura y pensamiento en la España de Lope de Vega, Nerea, 1999, p. 119.
[8] PAZ, Octavio, Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, México, FCE, 2008 (primera ed. 1982), p. 212. 
[9] MADRAZO, Pedro de, Viaje artístico de tres siglos por las colecciones de cuadros de los reyes de España. Desde Isabel la Católica hasta la formación del Real Museo del Prado de Madrid, Barcelona, 1884, p. 97.
[10] LAFUENTE FERRARI, Enrique y FRIEDLÄNDER, Max J., El realismo en la pintura del siglo XVII. Países Bajos y España, Barcelona, Editorial LABOR, 1935, pp. 55-156.
[11] Con respecto a este asunto, son interesantes las reflexiones de Karin Hellwig acerca de cómo este tipo de tratados seguían predicando una determinada retórica que no siembre se correspondía con la obra pictórica de sus autores, dado que su finalidad era legitimar el oficio del pintor, y no tanto valorar las características propias de la pintura. Ver HELLWIG, Karin, La literatura artística española en el siglo XVII, Madrid, Visor, 1999.
[12] CRUZADA VILLAAMIL, Gregorio, Catálogo provisional del Museo Nacional de Pinturas, Madrid, Imprenta de Manuel Galiano, 1865.
[13] LOZOYA, Marqués de, Historia del Arte Hispánico, tomo IV, Barcelona, Salvat Editores, 1945, p. 26.
[14] “Pero no es sólo la nota conscientemente nacional lo que tanta dignificación da al arte español de aquella época. Al papel eminente que el arte español fue llamado a desempeñar no sólo contribuyeron las dotes que los artistas habían ido adquiriendo en el curso de los siglos, sino lo que les fue siempre peculiar, aunque el instante pareció haber llegado sólo entonces: el naturalismo, la predilección por lo característico, por lo feo, a veces hasta terrible y espantoso; el sentido del color y de la luz, y, no en último lugar, la exaltación religiosa. […] El realismo y el fuerte sentido religioso han sido siempre los elementos del arte español” en MAYER, A. L., op. cit. p. 3, nota 3, p. 279;  JUSTI, Carl, Velázquez y su siglo, Barcelona, Planeta DeAgostini, 2007 (primera ed. española 1953).
[15] ORTEGA Y GASSET, José, Velázquez, pról. Francisco Calvo Serraller, Madrid, Espasa Calpe, 1999 (primera ed. 1963), p. 19.
[16] GAYA NUÑO, Juan Antonio, Historia del arte español, Madrid, Editorial Plus Ultra, 1946, p. 335.
[17] A veces de un modo un tanto ramplón como en una publicación reciente a cargo de la Fundación Amigos del Museo del Prado: “El realismo no se fraguó espontáneamente, sino al recibir y desarrollar el ejemplo de Caravaggio” en Los pintores de lo real, Madrid, Fundación Amigos del Museo del Prado, 2008, contraportada.
[18] RODRÍGUEZ DE LA FLOR, Fernando, La península metafísica. Arte, literatura y pensamiento en la España de la Contrarreforma, Madrid, Biblioteca Nueva, 1999, p. 10.
[19] BRAY, Xavier, Lo sagrado hecho real: pintura y escultura española 1600-1700, Valladolid, Museo Nacional Colegio de San Gregorio, 5 julio- 30 septiembre 2010.
[20] CALABRESE, Omar, La era neobarroca, Madrid, Cátedra, 1989 (ed. original 1987).
[21] RUBIO, Oliva María, “Andrés Serrano. El dedo en la llaga”, en Andrés Serrano. El dedo en la llaga, Madrid, Círculo de Bellas Artes, PHOTOESPAÑA 2007, p. 10. 
[22] BAL, Mieke, “Los cuerpos barrocos y la ética de la percepción”, en Andrés Serrano. El dedo en la llaga, Madrid, Círculo de Bellas Artes, PHOTOESPAÑA 2007, pp. 17-43.
[23] MARAVALL, José Antonio, La cultura del Barroco, Barcelona, Ariel, 1981 (primera ed. 1975), pp. 186-187.
[24] MORÁN TURINA, Miguel y PORTÚS PÉREZ, Javier, El arte de mirar: La pintura y su público en la España de Velázquez, Madrid, Ediciones AKAL, 1997, pp. 98-99.

 

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