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9.8.13

Entre 1985 y 1993, la pintora Judy Chicago junto a su marido Donald Woodman realizaron una serie dedicada a la memoria del holocausto nazi en un ejercicio en el que ambos rememoraban sus olvidadas raíces judías. Es una contribución reciente a la conformación de una iconografía clara y concisa que represente el exterminio provocado por el régimen nacionalsocialista alemán.


Judy Chicago pintando el mural de La Caída.© Donald Woodman


 El trabajo os hará libres. © Judy Chicago y Donald Woodman


Huesos de Treblinka. © Judy Chicago y Donald Woodman


Muro de la indiferencia. © Judy Chicago y Donald Woodman

2.2.13




Los orígenes providenciales de la escuela española

Los españoles hemos vivido demasiado tiempo de tópicos propios o ajenos y estamos sedientos de claridad sobre nosotros mismos y sobre la realidad de nuestro propio país[1].

Enrique Lafuente Ferrari

En palabras de Ceán Bermúdez, José de Ribera fue “adicto a la realidad” como ningún otro de los ilustres profesores[2]. Eludiendo el componente hiperbólico de esta afirmación, lo cierto es que los lienzos del Spagnoletto se ajustan bastante a ese lugar común que se ha venido a llamar escuela española del siglo XVII y que se presenta a sí misma como tal: con un monumental Ixión sufriendo su cruento castigo en el rellano de acceso a la primera planta del Museo Nacional del Prado, preparando las retinas foráneas para el eminente desfile de “aquel arte que nos representa penitentes, viejos y arrugados; que atormenta la agitación más alta: al lado de graciosas figuras de mujer en actitud de adoración ferviente, ciegos canturreando y borrachos alborotadores; al lado de delicados príncipes y princesas que parecen casi irreales, santos para quienes horribles martirios parecen ser el goce más puro; grandes y cortesanos llenos de esnobismo y frialdad; hilanderas ante el telar zumbante y chicuelos pícaros jugando al lado de estiradas damas de la corte, de monjes orantes y arrobados y enfáticos caballeros; en suma, toda la España de aquella época”[3].

Como vemos, y a pesar de las nuevas claves de lectura arrojadas por la reciente historiografía, los tópicos, peor aún, los tópicos tácitamente consentidos, como ese Ixión dándole una abierta bienvenida al turista o todo un conjunto de exposiciones como Esplendores de Espanha[4]: de El Greco a Velázquez, nos hacen tomar conciencia de que aquél cliché, comulgado por Mayer y tantos otros autores del pasado siglo, finalmente se ha incorporado al ideario de nuestra pintura del Siglo de Oro como un elemento más de sus caracteres intrínsecos.



Portada de un díptico francés para promocionar el Museo del Prado, 1963

Componiendo una suerte de reflexión miscelánea en varios episodios, decidimos usar estas ideas preconcebidas en nuestro propio beneficio, como guía de lectura y viaje a través de la plástica “realista” del siglo XVII español y de toda una serie de réplicas de artistas contemporáneos que reconstruyeron este ideario tomando como modelo las fórmulas literarias alimentadas por la historiografía. 

Intenciones declaradas, empecemos por el principio. La primera cuestión lógica que debe formularse es: ¿Qué es el realismo? ¿Son el realismo y el naturalismo el mismo fenómeno artístico? Una respuesta bastante satisfactoria la encontraremos en la obra de Post, a quien Lafuente Ferrari cita en su recorrido por los historiadores que han tratado la escuela española. Para Post, la distinción es clara: el naturalismo afecta exclusivamente al tema, mientras que el realismo se manifiesta en la ejecución de la pintura. Siguiendo este razonamiento, Post establece que la pintura española tendría una tendencia natural hacia lo prosaico, esto es, hacia la temática de carácter naturalista. Sin embargo, naturalismo y realismo no siempre se manifiestan mediante un acuerdo sincrónico, y en ese sentido es fácil remitir al caso específico de Francisco de Goya[5].

Otro conflicto ineludible al tratar la pintura realista es la disyuntiva entre significado y significante o, lo que es lo mismo, la eterna reivindicativa de aquellos valores semánticos integrados en la aparente copia del natural.  Como bien postuló Goethe, “basta que el artista seleccione un asunto para que éste deje de pertenecer a la naturaleza”[6]. Calderón, por su parte, se refería a la pintura como si de una “retórica muda” se tratase, y no en vano diversos estudios contemporáneos demuestran que la realidad de estos cuadros escondía unos enunciados de difícil descodificación[7]. Octavio Paz, en su profundo análisis del entorno de Sor Juana Inés de la Cruz, nos habla ya de ese “mundo como jeroglífico”[8], acertada metáfora para el caso que nos ocupa.

El otro eje natural en el debate de la escuela española lo constituyen,  como es lógico, las diversas teorías sobre los inicios cronológicos del realismo, así como su lugar de gestación, con todos los componentes de índole nacionalista que ello comporta. Primeras aseveraciones como la de Pedro de Madrazo situaban el alfa y omega de este proceso entre “el gran émulo de Caravaggio”, Jusepe de Ribera, y la excelsitud máxima encarnada en Diego Velázquez[9].  

Lafuente Ferrari ofrecerá una versión más dilatada y contrastada del problema, evaluando ciertos precedentes y aludiendo reiteradamente a una potencia de carácter determinista que en sus textos aparece traducida como “genio nacional”[10]. Para el autor, las manifestaciones artísticas, y en concreto la pintura del siglo XVII español, constituyen el resultado de la confluencia de un componente nacional, permanente y vertical, con aquel otro factor de índole temporal, variable y, por tanto,  horizontal. Así pues, la esencia española se manifestaría en el barroco a través de una “estética de la salvación del individuo”, basada en una suerte de democracia transcendental que daría prioridad a la existencia frente a la perfección, con una fuerte conciencia de la humanidad más que del humanismo, entendido este último como producto cultural del Renacimiento.

Según la tesis de Ferrari, el realismo comenzaría a brotar sutilmente en los últimos años del siglo XVI con algunos ejemplos en la obra de Pantoja, o en el tímido naturalismo de Pacheco y Carducho, cuyas teorías, por otra parte, seguían enarbolando preceptos que conjugaban estrechamente con una corriente más idealista[11]. A pesar de reconocer la importancia de Caravaggio, el autor otorga la absoluta paternidad del realismo español a circunstancias autóctonas, y asegura que España estaba ya en la vanguardia de este tipo de soluciones estéticas desde que en el siglo XVI revolucionase la escultura policromada. Así pues, entre Ribalta y Caravaggio se habría producido una endogénesis aleatoria, entronizando al primero como el “patriarca verdadero de nuestra escuela nacional”. Ribera, al que ya Cruzada Villaamil había catalogado sin miramientos en la escuela regional valenciana[12], pertenecería a lo que él denomina “grupo de transición”, pues su tenebrismo funciona sólo en calidad de adjetivo y durante una etapa concreta de su trayectoria pictórica. La diáspora se extenderá seguidamente a focos locales como Valencia, Sevilla (Roelas, Pacheco) o Madrid (Cajés), con el caso aislado de Luis Tristán, posible discípulo del Greco, en Toledo. En último lugar, Zurbarán y Velázquez se consagrarían como máximos representantes de la escuela, que inicia el fin de su vida natural en la terna descendente de  Cano, Murillo y Valdés.

Con respecto al árbol genealógico establecido por Ferrari, existirán algunas variaciones como la del Marqués de Lozoya, para quien fue el Greco el primero en conquistar el realismo barroco para la pintura española, abducido, en palabras del Marqués, por el irresistible poder que sobre él ejerció el ambiente castellano.[13]

Pero este origen providencial del realismo español, que estaba llamado a iluminar a los pintores del siglo XVII, no sólo era proclamado por historiadores españoles, sino que varios hispanistas extranjeros, como Mayer o Justi, suscribían plenamente la idea[14].

Una de las primeras teorías en defender el componente europeo de la nueva configuración estética sería José Ortega y Gasset, quien aseguró que el realismo hubo de penetrar en España gracias a la influencia ejercida por Caravaggio en Ribalta y, más tajantemente, afirmó que “la pintura española es la modulación producida en España y por los españoles de una realidad mucho más amplia y autárquica que es la pintura italiana”[15]. Este posicionamiento frente al debate no hubo de tener mucha repercusión, por lo menos en lo que respecta a la crítica nacional, cuando Juan Antonio Gaya afirmaba en 1946 que “el siglo XVII es el gran momento de la pintura española, la era en que es dable al sentir nacional discrepar de los modelos europeos, libertarse de escuelas extrañas y emprender un camino propio y castizo”[16].

En la actualidad, y dejando muchas otras aportaciones en el camino, parece que se ha admitido la eminente influencia de la estética caravaggiesca[17], aunque la vigencia de ese acuerdo fraternal que parecen haber sellado los especialistas patrios todavía se manifiesta en ejemplos como ese “inconsciente nacional” del que nos habla Rodríguez de la Flor[18] o el deliberado tenebrismo del discurso expositivo de Xabier Bray en el Museo Nacional de Escultura[19].


La era neobarroca

A finales de los años 80, el italiano Omar Calabrese se dio cuenta de un fenómeno peculiar. Examinando una serie de emergentes valores culturales, sociológicos y, especialmente, psicológicos, Calabrese advirtió la presencia tangible de ciertas reverberaciones históricas de carácter barroco que afectaban al modo de concebir el mundo, la fe, las relaciones humanas y, en definitiva, al arte a través del cual estos elementos se manifestaban[20]. El fenómeno despertó  especial furor en los Estados Unidos y de ello se hicieron eco varias exposiciones, destacando aquella comisariada por Lisa G. Corrin junto a  Joaneath Spicer, Going for Baroque: 18 Contemporary Artists Fascinated with the Baroque and Rococo, celebrada en el MD de Baltimore en 1995.

         Parecía que los artistas de nuevo cuño se sentían repentinamente atraídos por aquella “España alucinante y alucinada de tiempos de Velázquez” de la que hablaba Ortega o, mejor dicho, por el modelo artístico que histórica e historiográficamente se había asociado al siglo XVII español. Esa especie de fórmula magistral se adoptó entonces como una franquicia heredada, pasando el tópico hispánico de ser medio a constituir un fin en sí mismo. 

Esta aproximación histórica deliberada se aprecia en los tableaux del newyorquino Andrés Serrano. El fotógrafo, de origen puertorriqueño, confiesa que él mismo se siente parte de la tradición del arte religioso y que entrar en su apartamento es como penetrar una iglesia barroca[21]. Es obvio que Serrano, mediante técnicas contemporáneas como la fotografía, ha querido recrear en sus retratos de monjes, por poner un ejemplo concreto de su obra, algún San Francisco de Zurbarán o de Pedro de Mena, como también es obvio que la forma de hablar de su residencia y de su estilo de vida forma parte de esa iconografía impostada inherente al gusto vintage por lo barroco.



Francisco de Zurbarán: San Francisco de Asís según la visión del papa Nicolás V, 1640.



Andrés Serrano: The Church (Frari Paolo, Venice), 1991.


Y sin embargo, detrás de todo este supuesto esnobismo, la fuerza de las fotografías de Andrés Serrano no sólo radica en la filiación que mantiene con el barroco como fenómeno histórico y concluso, al cual imita- percepción del cuerpo, de los materiales, profundidad escultural, iluminación, puesta en escena dramatizada-, sino en esa reflexión enfocada, monumentalizada, sobre temas actuales como el SIDA, equivalentes contemporáneos a la relación que el hombre del siglo XVII pudo tener con la enfermedad y la muerte[22].


Cultura barroca, cultura urbana, cultura kitsch

Maravall definió el barroco como una cultura dirigida, masiva, urbana y conservadora, en la que un nuevo tipo de sociedad demandaba grandes cantidades de cultura, provocando así el nacimiento del fenómeno kitsch, entendido éste como sucedáneo de la misma:

“Ante esta situación se hacía necesaria una cultura que reemplazara a la anterior, derivada como un subproducto de la superior cultura: el kitsch. Éste no puede tomarse como una divulgación de reducidas porciones del saber de los cultos, de pequeñas dosis de cultura elevada que se transmite más o menos groseramente a otras capas. No: se trató, ya entonces, de fabricar una cultura vulgar para las masas ciudadanas, probablemente –esto se podría hoy estudiar con computadores-según un nivel dado que correspondería al de clases medias, las cuales eran las que sabían leer y practicaban esta actividad cultural más asiduamente, porque en su tipo de vida había un margen de ocio suficiente para dedicarse a la lectura y otras actividades de tal tipo. Aunque, en la novela y en el teatro- y si atendemos a sus elementos iconográficos, también en la pintura-, aparezcan cultismos que pueden corresponder a una formación superior, en general son productos que equivaldrían a lo que algún sociólogo ha llamado el midcult […] ¿Contribuirá esto a aclarar, sobre una base de explicación histórico-social, por qué al estudiar el Barroco hemos de estudiar o por lo menos de contar con la presencia del mal gusto, de lo feo, de la obra de bajo estilo? […] Con el Barroco, por una serie de razones sociales surge el kitsch, y entonces hasta la obra de calidad superior ha de hacerse en conciencia y competencia con obras de estos otros niveles, en definitiva, de cultura para el vulgo”[23].

Sirva lo anterior para explicar la común asociación entre lo barroco, lo cutre y lo kitsch, dado que algunos de estos artistas contemporáneos que se citan no siempre pretenden emular el estrato más elevado de la pintura española del siglo XVII, aunque haya que admitir aquellos cuadros comprados a pares en los puestos de la Calle Mayor como parte de esa arqueología del mirar que han estudiado Javier Portús y Miguel Morán[24].



Ana Amigo Requejo es licenciada en Historia del Arte por la Universidad Complutense de Madrid, posee un Máster en Estudios Avanzados en Historia del Arte Español por la misma universidad y es especialista en Arquitectura Colonial del siglo XIX en América. Esta es la primera parte de una serie con la que comienza su colaboración. En Mineartpolis estamos encantados de tenerla por aquí.   








[1] LAFUENTE FERRARI, Enrique, Historia de la pintura española, Madrid, Biblioteca Básica Salvat- RTVE, 1971, p. 8.
[2] CEÁN BERMÚDEZ, Juan Agustín, Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España, pról. Miguel Morán Turina, Madrid, Akal-Istmo, 2001, p. 189.
[3] MAYER, August L., Historia de la pintura española, Madrid, Espasa Calpe, 1942 (segunda ed.), p. 279.
[4] MARTÍNEZ SHAW, Carlos y ALFONSO MOLA, Marina, Esplendores de Espanha: de El Greco a Velázquez, Río de Janeiro, Museo Nacional de Bellas Artes, 2000.
[5] LAFUENTE FERRARI, E., op. cit., p. 29.
[6] Citado en LAFUENTE FERRARI, E., “¿Qué es la pintura”, en De Trajano a Picasso. Ensayos, Barcelona, Editorial Noguer, 1962, pp.12-13.
[7] GÁLLEGO, Julián, Visión y símbolos en la pintura española del Siglo de Oro, Madrid, Aguilar, 1972; “Si bien es cierto que la cantidad de información gráfica de la que dispone el hombre contemporáneo es abrumadora, también es verdad que respecto a épocas pasadas se ha producido una sensible disminución de la densidad de significaciones de las imágenes”, en PORTÚS PÉREZ, Javier, Pintura y pensamiento en la España de Lope de Vega, Nerea, 1999, p. 119.
[8] PAZ, Octavio, Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, México, FCE, 2008 (primera ed. 1982), p. 212. 
[9] MADRAZO, Pedro de, Viaje artístico de tres siglos por las colecciones de cuadros de los reyes de España. Desde Isabel la Católica hasta la formación del Real Museo del Prado de Madrid, Barcelona, 1884, p. 97.
[10] LAFUENTE FERRARI, Enrique y FRIEDLÄNDER, Max J., El realismo en la pintura del siglo XVII. Países Bajos y España, Barcelona, Editorial LABOR, 1935, pp. 55-156.
[11] Con respecto a este asunto, son interesantes las reflexiones de Karin Hellwig acerca de cómo este tipo de tratados seguían predicando una determinada retórica que no siembre se correspondía con la obra pictórica de sus autores, dado que su finalidad era legitimar el oficio del pintor, y no tanto valorar las características propias de la pintura. Ver HELLWIG, Karin, La literatura artística española en el siglo XVII, Madrid, Visor, 1999.
[12] CRUZADA VILLAAMIL, Gregorio, Catálogo provisional del Museo Nacional de Pinturas, Madrid, Imprenta de Manuel Galiano, 1865.
[13] LOZOYA, Marqués de, Historia del Arte Hispánico, tomo IV, Barcelona, Salvat Editores, 1945, p. 26.
[14] “Pero no es sólo la nota conscientemente nacional lo que tanta dignificación da al arte español de aquella época. Al papel eminente que el arte español fue llamado a desempeñar no sólo contribuyeron las dotes que los artistas habían ido adquiriendo en el curso de los siglos, sino lo que les fue siempre peculiar, aunque el instante pareció haber llegado sólo entonces: el naturalismo, la predilección por lo característico, por lo feo, a veces hasta terrible y espantoso; el sentido del color y de la luz, y, no en último lugar, la exaltación religiosa. […] El realismo y el fuerte sentido religioso han sido siempre los elementos del arte español” en MAYER, A. L., op. cit. p. 3, nota 3, p. 279;  JUSTI, Carl, Velázquez y su siglo, Barcelona, Planeta DeAgostini, 2007 (primera ed. española 1953).
[15] ORTEGA Y GASSET, José, Velázquez, pról. Francisco Calvo Serraller, Madrid, Espasa Calpe, 1999 (primera ed. 1963), p. 19.
[16] GAYA NUÑO, Juan Antonio, Historia del arte español, Madrid, Editorial Plus Ultra, 1946, p. 335.
[17] A veces de un modo un tanto ramplón como en una publicación reciente a cargo de la Fundación Amigos del Museo del Prado: “El realismo no se fraguó espontáneamente, sino al recibir y desarrollar el ejemplo de Caravaggio” en Los pintores de lo real, Madrid, Fundación Amigos del Museo del Prado, 2008, contraportada.
[18] RODRÍGUEZ DE LA FLOR, Fernando, La península metafísica. Arte, literatura y pensamiento en la España de la Contrarreforma, Madrid, Biblioteca Nueva, 1999, p. 10.
[19] BRAY, Xavier, Lo sagrado hecho real: pintura y escultura española 1600-1700, Valladolid, Museo Nacional Colegio de San Gregorio, 5 julio- 30 septiembre 2010.
[20] CALABRESE, Omar, La era neobarroca, Madrid, Cátedra, 1989 (ed. original 1987).
[21] RUBIO, Oliva María, “Andrés Serrano. El dedo en la llaga”, en Andrés Serrano. El dedo en la llaga, Madrid, Círculo de Bellas Artes, PHOTOESPAÑA 2007, p. 10. 
[22] BAL, Mieke, “Los cuerpos barrocos y la ética de la percepción”, en Andrés Serrano. El dedo en la llaga, Madrid, Círculo de Bellas Artes, PHOTOESPAÑA 2007, pp. 17-43.
[23] MARAVALL, José Antonio, La cultura del Barroco, Barcelona, Ariel, 1981 (primera ed. 1975), pp. 186-187.
[24] MORÁN TURINA, Miguel y PORTÚS PÉREZ, Javier, El arte de mirar: La pintura y su público en la España de Velázquez, Madrid, Ediciones AKAL, 1997, pp. 98-99.

26.8.12

Nunca me ha interesado especialmente la cultura oriental. Digo especialmente porque no es que nunca haya decidido pasar de ella, sino creía que primero tenía que entender la cultura en la que vivía. Error. Creo que, o ya no vivo en una única cultura, o es que ya no empatizo con una mirada en particular.


Hace un par de semana, Juan me prestó Kitchen de Banana Yoshimoto y ahora visito páginas con fotografía de Ihei Kimura. Realmente me parecen miradas llegadas de otro sitio y me hacen ver lo compleja que puede llegar a ser la soledad o lo solo que puede hacerte sentir que no miras como el resto. Y todo esto simplemente empezó porque creí no ver tan sola a la bebedora de absenta con mirada absorta de Degas.





Ihei Kimura
Niño en su corral
1957




Portada de la edición española de Kitchen.


Edgar Degas
Bebedores de absenta
1876

2.4.12



Llegamos de rebote a este video que repasa la obra del pintor alemán, sin duda uno de los preferidos entre la ciudadanía de Mineartpolis. Que lo disfrutéis.

6.2.12


Antoni Tàpies. 1990. Aguafuerte, aguatinta y gofrado. Papel Velin Arches blanco de 400 gr. 197,5 x 196 cm

Kasimir Malevich. "Cuadrado Negro". 1923-1929. Óleo sobre lienzo. 106,2 x 106,5 cm.

29.5.11



José Guadalupe Posada (1852-1913) es un artista mejicano que representa el modelo de los que serán transcendentes tras la muerte. Vivió toda su vida pobre como las ratas, quizás desde el rechazo que ya su familia diese a sus ganas de hacer grabados pasando por los problemas que soportó a causa de su ideología progresista. Gran parte de su carrera se desarrolló en las secciones de humor de los periódicos mejicanos.


Tenía un sentido de la crítica caricaturesca un tanto tímido y sereno. La mayoría son "retratros" con atributos canónicos de burgués o de militar, como pintase Daumier a mitad del siglo XIX.


Honoré Daumier


Lo que más me llama la atención es la limpieza del grabado, con figuras que parecen recortables y con sombras conseguidas a base de trazos paralelos o de vaciado directamente de campos enteros. Algunos planos parecen incluso tendentes al cubismo, en un universo en el que la cultura de la muerte mexicana inunda la cotidianidad.

18.4.11

Iba a hacer una entrada de Cornelis Zitman, sobre las obras que expone actualmente en el Museo Provincial de Jaén, pero acabo de llegar y me he acordado de Arcimboldo. Quizás porque he visto 2666 de Bolaño esperando detrás de la cama, abierto como lo he dejado de la lectura presiesta, quizás porque venía acordándome de alguien que me desconcierta.

Es un pintor conocido del Manierismo, no voy a repetir nada que no sea encontrable en internet o en libros (mejor esto último) sobre él. Sin embargo, me parece bien acordarme de mí mismo un día, si venía Arcimboldo en la cabeza es bueno plantar unas imágenes de él.



El Bibliotecario


Sorprenden de este pintor las denominadas alegorías. Cuadros en los que directamente Arcimboldo mete en un formato de retrato, en la mayoría de estos cuadros, elementos alusivos al tema que funcionan como atributos. Así, en El Bibliotecario el rostro se compone a base de libros o en El Agua los peces se disponen formando la cara del retratado. Porque, ¿son retratados? ¿Le hace gracia a alguien del XVI que su cara sean verduras como en El Hortelano? La verdad es que no es lo que viene al caso, realmente me interesa Arcimboldi porque no entiendo como no se menciona antes de hablar de ciertas vanguardias como el surrealismo. Aunque no creo que fuera una influencia directa (algo que desconozco), pero ahí estaba él con su dibujo figurativo y sus objetos oníricos insertos en una realidad imposible, bueno en otra realidad...




El Agua

El Hortelano


Hoy me quedo aquí. La próxima será Cornelis Zitman, y quizás vuelva luego a la carga con Arimboldo de nuevo. Dejo el link de la Ciudad de la Pintura para seguir investigando, página altamente recomendable: http://pintura.aut.org/

16.11.09


John Table es un artista polifacético. Un amigo de Nueva Gomorra al que seguimos desde que descubrimos su interesante blog: Yokokomo. John pinta, dibuja, escribe y realiza collages como el que encabeza esta exposición virtual. Espero que os guste tanto como a nosotros.


Yuxtaposición

Mugalaris y estrellas

Soler, el luchador

Corpus callosum

2D - 3D

Ítem

Art time

Hokusai

 

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